viernes, 14 de agosto de 2009

EL DOLOR QUE NO EMIGRA

La soledad
toma formas difusas,
ingrávidas,
anárquicas.
Usurpa
los sonidos remotos
de esa música
que viene de la infancia,
del éxodo fragante del invierno
que siempre
duele más en la memoria.

Quien parte no comprende
la vulnerable
piel de la distancia,
la herrumbre silenciosa
del corazón que espera
sin celo ni codicia
los ritos redimibles del amor,
el dolor que no emigra,
la certeza del llanto
que muestra sus estrías
su sed
sus cicatrices
en el sublime
atrio de la luz.

Hay un rumor lejano
de lentas cacerías.
Hay luces con sordina,
acalladas,
erráticas
como pasos inermes
en la noche
de espejos infinitos,
la memoria del fuego
y su tácita sombra,
su espéculo de niebla,
su jubón de nostalgia.

Entre los huesos yermos
del sueño que se fuga,
la tempestad oprime
las pieles de la aurora
con su espuma de ausencia.
La luna tiene miedo
de alumbrar cuando llueve.
Los faroles se extinguen
a ras del abandono.

Y cuando la mañana
ofusca las retinas de los parques,
los perros de la noche
que todavía husmean
en las calles sin dueño
lamen en las veredas
los vestigios de muerte,
los cúmulos de olvido,
los terrones de llanto.

Ana María Garrido